- José Manuel Cabra de Luna
- Publicado en la sección 03 Colaboraciones de Académicos ©
- Anuario 2017. Segunda Época (descargar pdf)
La obra de Daniel Buren ha irrumpido inopinadamente y con fuerza en nuestra ciudad de Málaga, hasta el punto de configurar una cara de su actual y polifacética imagen cultural. La llegada del Centre Pompidou Málaga, la creación de una obra específica para el cubo acristalado que remata la cubierta de ese gran espacio del arte sumergido en el corazón de la roca y la celebración de una extraordinaria exposición, en la que se ha servido de las tecnologías más recientes, han convertido a Buren en un artista muy cercano a los malagueños y a los visitantes de nuestra ciudad.
Algunas reflexiones que quizá nos ayuden a contextualizar su obra
En su agudo y escasamente prescindible opúsculo titulado DANIEL BUREN La postpintura en el campo expandido1, Javier Hernando Carrasco se refiere a la visión, casi una iluminación, que el artista tuvo en el mercado de Saint Pierre de París, en 1965 y en el que encontró «una tela rayada de bandas blancas y de color de las mismas dimensiones —no sé si se trató de un hallazgo casual o fue buscado— que respondía al concepto pictórico que estaba persiguiendo, o sea, un módulo inexpresivo, siempre de las mismas dimensiones: las franjas tienen 8,7 cm de ancho, y de factura industrial». Y sigue diciéndonos el autor citado: «La propuesta era más radical que la minimalista, aunque compartiese con ella la neutralidad, la autorreferencialidad y el desplazamiento del eje conceptual al entorno. La pintura se convierte, por tanto, en elemento contextual».
Guillermo de Aquitania, IX Duque de Aquitania y VII Conde de Poitiers, nacido en 1071, escribió un poema que supuso un auténtico revulsivo en la poesía trovadoresca. Su primera estrofa ha merecido ser intensamente recordada en la tradición literaria de Occidente y la transcribo, por su belleza y sonoridad, en la lengua originaria en que fue compuesta y en su traducción al castellano:
I.
Farai un vers de dreit nien:
non er de mi ni d’rauta gen,
non er d’amor ni de joven,
ni de ren au,
qu’enans fo trobatz en durmen
sus un chivau.
Haré un poema de la pura nada.
No tratará de mí ni de otra gente.
No celebrará amor ni juventud
ni cosa alguna,
sino que fue compuesto durmiendo
sobre un caballo.2
Esta voluntad de crear sobre nada, esa autorreferencialidad de la obra de arte, pero que se asienta en una firme vocación de escribirla, nos hace considerar que el artista además de la voluntad de crear (no puede dejar de hacerlo) no quiere re-crear algo, sino que el propio hacer el poema se convierte en el objeto de éste. En una primera impresión podría afirmarse que la actualidad de la propuesta (frase que uso en un sentido lato) es absoluta, pero lo cierto es que la tentación de la nada, del silencio, del vacío goza de una extraordinaria tradición en el arte y el pensamiento tanto de Occidente como oriental y recorre los siglos con un anhelo de totalidad partiendo de un desasimiento profundo.
Daniel Buren anduvo desde sus comienzos como artista tras la búsqueda de que esa privilegiada vía de conocimiento que es el arte le condujese, a través del desprendimiento de significados, de un paulatino y constante quitar capas a la cebolla del decirse, le condujese —digo— a incidir en el tuétano de la manifestación artística. Limpiando al objeto de arte de historia, de significación y de subjetividad, convirtiéndolo en neutro desde su origen.
Angelus Silesius, conocido en el siglo como Johannes Scheffler (1624-1677), en su radical obra titulada El peregrino querúbico, construida en su mayor parte con penetrantes aforismos, escribió:
III. La divinidad es una nada
La sutil divinidad es una nada y menos
[que nada.
Hombre, ¡créeme!, quien ve nada
[en todo éste ve.3
Nishida Kitarö (1879-1945), uno de los tres filósofos conformadores de la Escuela de Kyoto, ese movimiento del pensamiento japonés que, desde el campo epistemológico ineludible de su propia orientalidad, se acercó al pensamiento de Occidente y que ha servido para confrontar conceptos y aunar significados ocultos en muchos de ellos, escribió: «Creo que podemos distinguir a Occidente por haber considerado el ser como el fundamento de la realidad y a Oriente por haber tomado la nada como el suyo»4. Personalmente estimo que el horizonte que se dibuja desde esa afirmación tiene mucho que ver con actitudes cercanas a la pretensión de un artista que, como Buren, «quería hacer tabula rasa de la pintura y del sistema del arte». Podría decirse que la aspiración es que el ser resulte de la profundización en una nada no equivalente a la ausencia, una nada que no es vacío sino que es creadora.
El gran poeta español José Ángel Valente (1929-2000), en un texto titulado Cinco fragmentos para Antoni Tàpies, perteneciente al libro MATERIAL MEMORIA5, en afirmación que ha devenido en feliz apoyatura conceptual para la labor calificadora de buena parte de la crítica, escribió:
II
Ut pictura
Mucha poesía ha sentido la tentación
[del silencio. Porque
el poema tiende por naturaleza
[al silencio. O lo contiene como
materia natural. Poética: arte de
[la composición del silencio.
Un poema no existe si no se oye, antes
[que su palabra,
su silencio.
Pero ¿qué es el silencio en pintura? ¿Acaso no tiene la naturaleza de espacio constitutivo de la obra plástica? Sin duda es así, pues un cuadro no nos habla desde el lenguaje verbal o utilizando signos gramaticales (aunque algunos artistas los utilicen como elementos de composición: Jasper Johns, Mel Bochner o Glenn Ligon, pongamos por caso). La pintura, como la poesía, es el arte de componer el silencio, que no es (como aquella nada referida) la ausencia, sino la otra cara, necesaria, de la música; la que la hace posible. De esa misma forma, el silencio de la obra plástica, llevado a su última radicalidad, se configura como su materia compositiva originaria.
El arte del siglo XX supuso una ruptura tal con cuanto le precedía que, en buena parte ,abandonó prácticas usuales para tornarse a reflexionar sobre sí, a pensar sobre cómo se piensa el arte y sobre todo, qué es pensar el arte; indagando así en la obra a partir de las estructuras internas, materiales e inmateriales, conformadoras de la propia obra. Al grado cero de la pintura (y esta es una frase a la que acudiremos a lo largo de este artículo) parecía haberse llegado ya en 1914 con la radical obra Composición suprematista: blanco sobre blanco de Kasimir Malévich. Le seguirían, pocos años más tarde, Cuadrado negro, Cruz negra y Círculo negro (todos ellos de 1923). ¿Podía la pintura, el arte en general, ir más allá aún? ¿No había tocado su propio fondo, reduciéndose casi a la nada? Pero sí, aún habría de ir más allá, mucho más allá, pues en Malévich existe todavía textura de los materiales, leves variantes de color, creación de armonías cromáticas sutiles y casi imperceptibles, pero reales, y queda un eco de la mano del artista; aún se hace presente una cierta artesanía en la factura de la obra como consecuencia de la manualidad directa del autor.
En Buren todo eso queda atrás. Hemos dicho anteriormente que andaba a la búsqueda de un «módulo inexpresivo» pues, haciendo tabula rasa, es como superaría las adherencias y connotaciones subjetivas de la obra artística. Sus bandas industriales (telas para toldos o similares), en las que el artista no intervenía sino para usarlas como módulos plásticos, sí suponían un paso más allá. Y eso ocurría cincuenta años después del cuadrado blanco de Malévich, cuando ya creíamos que el del ucraniano era un umbral infranqueable. Cierto es que al comienzo de que Buren usara la tela rayada pintaba con pintura blanca la parte blanca de la tela, dejando inalterada la parte de color. Pero esa reminiscencia del oficio de pintar quedaría prontamente relegada.
Obra de bandas blancas y negras de Daniel Buren
Mas esa búsqueda de superación de la subjetividad, ese anhelo de encontrar un módulo plástico neutro, quizá no era el fruto de una decisión gratuita y exclusiva de Buren, pues esa actitud intelectual del pensamiento y del hacer artístico se estaba dando en otros campos de la creatividad ya que en 1953 aparece como libro (antes hubo algunos artículos en revistas) la obra de semiología que iba a determinar toda una concepción del uso y la consideración del lenguaje; nos referimos a El grado cero de la escritura6, del francés Roland Barthes. Un título tan feliz que ha sido utilizado luego en multitud de contextos para aludir a la búsqueda del momento originario ideal de muchas cosas, en un estadio aún incontaminado, libre de ganga, casi podríamos decir «en estado puro».
Distingue Barthes entre lengua y escritura como generadoras de una tensión primaria que aparece en todo texto; la primera como coerción y negatividad, la segunda como intervención histórica e intervención del estilo. En poética expresión, el autor francés afirma que incluso en los discursos más pretendidamente objetivos se evidencia la tensión entre «una libertad y un recuerdo». Puede afirmarse que, en términos absolutos, no se puede aspirar a una escritura que llegue a alcanzar su grado cero, las palabras no son las mismas siempre y en todo momento, contienen historia, están alimentadas por ella.
Posiblemente el intento más radical de encontrar un lenguaje literario neutro sean algunos textos de Samuel Beckett, especialmente en aquellos en los que deja atrás los signos gramaticales para luchar por un lenguaje que fuera casi un eco del lenguaje nada más, una aliteratura (si se me permite la expresión) que le lleve a la más honda raíz de la literatura. En una de esas obras, que se abisma en lo profundo de la creatividad, Cómo es6, Beckett quiere conducirnos a un cierto grado cero de la escritura, a una tensión máxima con un lenguaje lejano y en cierto modo ajeno y, sin embargo, esas palabras están impregnadas de giros, de reflejos, de estampas (por borrosas que sean) de otras obras suyas, del recuerdo de sus personajes, del intento vano de un tiempo sin tiempo. La obra (¿novela?) consta de tres partes o capítulos y comienza así:
Cómo era cito antes de Pim con Pim después de Pim cómo es tres partes lo digo como lo digo
voz antaño afuera cuacua por todas partes luego en mi cuando cesa el jadeo cuéntamelo otra vez termina de contármelo invocación
Para concluir, diciendo:
Bien bien fin de la tercera y última parte así es cómo era fin de la cita después de Pim cómo es
Esta obra se editó, en francés (lengua literaria de Beckett) en 1961; en 1953 había aparecido —como ya se ha dicho— el fundacional ensayo de Roland Barthes y en 1965 Buren hizo su hallazgo de ese módulo inexpresivo de la tela de bandas blancas y de color; no es pues arriesgado decir que todo ello flotaba en el ambiente porque sucede en un plazo no mayor de doce años. Desde luego no es casual. Esa creación desde el desasimiento se está produciendo en muy distintos ámbitos de la creación humana. Por eso me ha parecido de gran interés hacer estas reflexiones para colocar a nuestro artista en el contexto que le es propio y, al tiempo, dejar constancia de que esa anhelada vía de creatividad desde el desapego personal y la búsqueda de un instrumento artístico lo más neutral posible, lo más separado del yo e incluso de un usual concepto del ser es, frente a lo que se cree (pues parece ser exclusiva del mundo oriental) una poderosa tradición también en el pensamiento y el arte de Occidente.
Daniel Buren
no es un pintor
Un pintor que no pinta no es un pintor, será otra cosa; puede que sea un artista, incluso un gran artista, pero no un pintor. Daniel Buren así lo mantiene en una entrevista:
«…Decir que mi obra es pintura es una forma de escapar a los problemas que plantea. Es como hablar de una solución que evita responder a la cuestión. Lo que no quiere decir que sea imposible catalogar mi obra, sino que no se puede decir que ésta sea pintura. ¿Qué pintor aceptaría, no obstante, esto? Si lo mío es pintura, entonces, Frank Stella o Robert Ryman son bailarines.»7
¿Se acerca su obra, entonces, al llamado arte conceptual? Puesto que utiliza un lenguaje muy reducido y no se necesita la propia mano del artista para ejecutar la obra, podría pensarse que así es; pero ocurre justamente lo contrario. Lo conceptual y la obra de Buren son miradas opuestas, hasta el extremo de que Buren se revela muy crítico con los artistas conceptuales, de los que hace una ácida y muy lógica reflexión, diciendo:
«Exponer un concepto es por lo menos caer, desde el principio, en un contrasentido fundamental, que puede, si no se tiene cuidado, embarcarnos en una sucesión de razonamientos falsos. Exponer un «concepto» o comprender la palabra concepto como arte, supone poner este mismo concepto al nivel del objeto. Exponer un «concepto» viene a decir que se trata, en verdad, de un «concepto-objeto», lo cual es una aberración».8
Convengamos entonces que la obra de nuestro artista es difícilmente clasificable, pero ¿qué necesidad tiene de ser clasificada? ¿ qué razón nos lleva a clasificar las obras de arte, a buscarle un hueco predeterminado en el inacabable casillero del arte? La mayoría de los críticos y muchos de los estudiosos de la materia tienden, con avidez, a esa clasificación, cual si se tratara del estudio entomológico más escrupuloso. También quienes menos debían, los propios artistas, muchas veces actuaron así, hasta el punto de que Buren ha sido, en ocasiones, expulsado del Paraíso por los que deberían ser sus propios compañeros, pero que demostraron no querer serlo. Hubo pintores que se negaron a participar en exposiciones o manifestaciones artísticas si Buren lo hacía. No era un pintor, era otra cosa. Y efectivamente así era, pero no menos artista que aquellos que se refugiaban en la clasificación, en el dudoso escalafón de las jerarquías y la antigüedad como rango con vocación administrativa.
Composición suprematista: Les deux plateaux Blanco sobre Blanco, Kasimir Malévich
Mas incluso la obra de Buren se asienta en una radical y absoluta paradoja. Esas bandas de color que se querían asépticas, sin connotación subjetiva alguna, que no han sufrido manipulación de ninguna clase por el artista, ese «instrumento visual» neutro y objetivo, se ha convertido en una imagen de marca. Basta que estemos en un espacio, por levemente artístico que sea, en el que veamos unas bandas blancas y de color, de cualquier material (tela, plásticos, producidas por una proyección lumínica o cualquier otro medio) para que, quien tenga la mirada mínimamente acostumbrada al arte de nuestros días, piense en el artista; vea allí una obra de Buren. En el tiempo de la imagen, el anonimato no es posible por neutra que la imagen sea y siempre que se haya identificado con alguien (artista) o con algo (acontecimiento, suceso o producto; como es el caso de la publicidad).
El color (y la luz) en Buren
En una entrevista con Sarah Alexandrian, aparecida en Arts, en noviembre de 1965, Buren hacía una afirmación que, por rotunda y precisa, nos resulta plenamente esclarecedora: Para mi el color es pensamiento puro, aunque totalmente indecible .9
Lo que es indecible es inefable. No debemos ni intentar siquiera expresar en palabras lo que no puede ser dicho; porque la palabra no llega a tanto; puede hacernos evocar, crear un eco de lo que vimos o queremos traer a la memoria (con lo que crea otra realidad), pero el fenómeno en sí es mucho más potente y no puede ser dicho. Así el color.
Daniel Buren ante la obra Incubée
Obra in situ en el interior de Incubée.
Obra temporal de Daniel Buren
Filosofía, poesía… quizá el mundo de lo plástico es un camino de mayores certezas. Su precisión no es predicable con palabras, su concisión es fruto del silencio, que no del callar. El hecho plástico esconde siempre un misterio que el lenguaje de la palabra no alcanza a atisbar. Nunca el rojo puede estar contenido en la palabra rojo; hay mayor cantidad de lo intenso en el color que en la palabra rojo.
En el contenido y sabio Glosario (como corresponde al natural de su autor) que José Lebrero Stals escribió para la exposición de la reciente exposición de Buren en el Centre Pompidou Málaga, uno de los apartados de aquel va dedicado al color, a la utilización y conceptualización que el artista hace del mismo. Nos dice Lebrero: «El color está presente desde el inicio en el trabajo de Daniel Buren. Cuando el artista ingresa en la escena internacional, conviene señalar que el color era un elemento extrañamente ausente y proscrito. Las vanguardias (minimalismo y arte conceptual, sobre todo) se ceñían al blanco y negro, si acaso a las tonalidades neutras de grises y ocres, o remitían a los tonos crudos de los materiales utilizados, por su supuesta autenticidad. Buren marcó la diferencia con una utilización del color que fue considerada decorativa, un adjetivo que el artista hizo suyo sin complejos, ya que «de algún modo el arte nunca ha dejado de preocuparse por lo decorativo».10
Esa inmersión en el mundo de los colores y su libérrimo uso (a veces arbitrario, otras puramente casual y azaroso) dio a Buren una extraordinaria versatilidad y amplitud en su trabajo. Jugando con ellos y con la luz, en una interacción sin fin, ha sido capaz de crear obras que, aún siendo estáticas, se instalan en el perpetuo movimiento que los cambios de luz (ya naturales, ya artificiales) confieren a los colores.
Intervención temporal in situ de la exposición Centre Pompidou Málaga
Un buen ejemplo lo tenemos en la intervención que llevó a cabo en su propia obra Incubée. En un principio existía un cubo de diferentes planchas de cristal transparente y con una función estrictamente arquitectónica. Se invitó al artista a crear una obra in situ (es importante que retengamos esta expresión para más adelante). El artista «utilizó paneles plásticos de cuatro colores (amarillo, azul, rojo y verde) por orden alfabético, y un panel de rayas con franjas blancas y alternadas por vacíos. El conjunto de estos cinco paneles se despliega en forma de quincunce alrededor del cubo, de izquierda a derecha y de arriba abajo».11 Esa obra, que se ha transformado en uno de los iconos representativos de Málaga como ciudad de Museos, fue bautizada por el propio artista como Incubée. Pues bien, cuando tuvo lugar la exposición PROJECTIONS / RÉTROPROJECTIONS. TRAVAUX IN SITU. 2017 el artista realizó una intervención para ese lugar mágico que se había creado en el interior del cubo y que consistió en la instalación de unas enormes mosquiteras que, en diferentes direcciones, atravesaban el espacio interior del cubo. La visión del mismo cambió por completo con esos tres lienzos casi transparentes que, a su vez, cambiaban a cada momento porque la luz de la mañana no era igual que la del mediodía o la tarde y ninguna de ellas era la misma según el cielo estuviese nublado o con plena luz. Es ese un magnífico ejemplo de lo que Buren ha llamado obra in situ, creada para el lugar, en el lugar y atendiendo al espíritu del lugar. Escudriñando, hasta aprehenderlo, el genius loci.
Desde otra perspectiva, esa intervención es un extraordinario exponente de la interacción luz y color, cada vez más presente en su obra. Estoy por decir que, en los trabajos de sus últimos años, Buren se acerca a esa especie de «cientifismo poético» del que Goethe hizo gala en su obra Esbozo de una teoría de los colores, al decirnos:
«Son los colores actos de la luz.; actos y padecimientos. Y en este sentido cabe esperar que nos ilustre sobre su naturaleza. Aunque colores y luz guardan relación exacta entre sí, una y otros pertenecen por completo a la Naturaleza, ya que por medio de ellos place a la Naturaleza revelarse de un modo especial al sentido de la visión».12
El marco, el monumento
y la obra in situ
Tiene Ortega y Gasset un breve pero delicioso texto titulado Meditación del marco. En él, con la levedad no exenta de hondura que le es propia, aborda la relación entre el cuadro y el marco y hace algunas observaciones que pueden servirnos para precisar conceptos en este punto de nuestro discurso. Tras referirse al cuadro como un espacio de realidad virtual, una «pura metáfora» , nos dice que: «El cuadro, como la poesía o como la música, como toda obra de arte, es una abertura de irrealidad que se abre mágicamente en nuestro contorno real […] Son, pues, pared y cuadro dos mundos antagónicos y sin comunicación. De lo real a lo irreal, el espíritu da un brinco como de la vigilia al sueño […] Hace falta que la pared real concluya de pronto, radicalmente, y que súbitamente, sin titubeo, nos encontremos en el territorio irreal del cuadro. Hace falta un aislador. Esto es el marco».13
Aunque ya hemos dicho que Daniel Buren no es un pintor, la reflexión del filósofo español sobre las relaciones entre el cuadro y el marco nos puede servir para entender la diferencia entre el monumento que se inserta en un paisaje urbano y la obra creada temporalmente para un concreto espacio urbano y desde él, la obra in situ.
En el primer caso, el monumento (esté o no concebido para un concreto lugar) tiene con el entorno en que se instala una relación similar a la del cuadro y el marco. La realidad urbana en general, sería el equivalente a la pared en la que el cuadro está colgado, la realidad en su sentido más extenso. El entorno próximo al monumento equivaldría al marco, un aislador que nos prepara para poder abordar la irrealidad, la metáfora a fuer de virtualidad, que toda obra de arte es. Es ese entorno cercano el que nos va a facilitar, superando la realidad del conjunto urbano, acceder a la obra de arte, «enmarcándola» para nuestra contemplación. Cuando el artista autor del monumento elige un sitio concreto, una orientación de la pieza e incluso la vegetación que ha de rodear a la obra, ocurre lo mismo que cuando el pintor diseña un marco específico para una obra concreta.
Pero frente al hecho de un monumento que se instala en un determinado lugar de la ciudad, está lo que Buren ha denominado obra in situ. Salvo casos excepcionales esa actuación tiene naturaleza efímera y aunque es una obra creada en un lugar y desde ese lugar, su relación con él es mucho más compleja que en el ejemplo anterior. El monumento es una obra de arte en sí y, aunque esté creado para un lugar, es independiente de él; por eso el lugar (su entorno cercano) cumple la función enmarcadora a que nos hemos referido.
Les deux plateaux. Obra in situ en el Palais Royale de París
Pero en la obra in situ no ocurre así. Esa obra está creada para un lugar, pero desde él e interacciona con él; diríamos que, en tanto esté allí presente, forma parte de él, es el propio lugar que, por mor de la ficción artística, se ha transformado temporalmente en una nueva realidad. En la obra in situ intervienen muchos factores externos que forman realmente parte de la obra: su propia historia, la luz cambiante, las personas que transitan, los vehículos que van de un lugar a otro, los acontecimientos que en su redor suceden. Una obra así nunca podrá estar en un museo, salvo que al propio lugar del museo lo convirtiera el artista con su intervención y por tanto temporalmente, en parte de la obra. Un claro ejemplo de lo que decimos es la intervención en el interior del cubo que tuvo lugar con la colocación de tres enormes mosquiteros que reflejaban, en caleidoscópica realidad multicolor, los cambiantes juegos de luz que en las diferentes horas del día se producían; a ello nos hemos referido anteriormente.
No encuentro mejores palabras para definir estas intervenciones de Buren que acudir a la expresión latina del genius loci. Verdaderamente lo que nuestro artista hace es penetrar en la más profunda esencia de los sitios y las cosas hasta desentrañar al dios del lugar y, con una mínima y escueta intervención (unas planchas de material translúcido, unas bandas o un foco de luz) crear su obra, que es también la nuestra en buena parte, porque el espectador, con su deambular, va creando múltiples perspectivas de visión.
Cuando Buren ha realizado obras con vocación de continuidad las ha llevado a cabo asumiendo un máximo de riesgo. Su intervención en el interior del Palais Royale de París generó una extraordinaria y larga polémica, encontrando un firme defensor en el, a la sazón, Ministro de Cultura, Jack Lang. La obra, Les deux plateaux, compuesta por una compleja alineación de columnas de mármol de bandas de colores blanco y negro, constituye una propuesta sorprendente por la obra en sí y por el lugar en que se encuentra. Como si la racionalidad cartesiana se trascendiera a sí misma, generando un formal y riguroso misterio artístico.
Mucho podríamos hablar aún de Buren, pues tras esas intervenciones, cargadas de intenciones de neutralidad artística, nos aparece uno de los grandes artistas de nuestro tiempo, que accedió muy pronto al panorama del arte internacional y que aún hoy sigue siendo uno de sus reconocidos pilares. Su simplicidad, su sencillez (que no es tal, sino una complejidad cercana al conceptismo literario) impregna ya nuestra mirada y nos ha expandido el campo de visión e incluso el propio concepto de obra de arte. Ha sacado a las obras de los museos y ha realizado unas propuestas artística de extrema radicalidad que han abierto nuestra capacidad de percepción, haciéndonos descubrir unas novedosas formas de la belleza, con solo manipular unos —muy pocos— elementos.
Tampoco debemos olvidar su gran aportación teórica desde la palabra. Aunque sus textos no sean consecuencia de formulaciones teóricas previas de las que resulte la obra plástica, sino que, siguiendo el camino inverso, tras el hacer plástico acude a la palabra para que ésta explore y fije, ya en el campo del decir, lo que se ha manifestado a través de la forma y del color, o sea, de la propia luz.
1 Hernando Carrasco, Javier. DANIEL BUREN. La postpintura en el campo expandido. Azarbe S.L. Colección Infraleves. Murcia 2007. (Págs. 12 y 13).
2 Guillermo de Aquitania. POESÍA COMPLETA. Edición y traducción de Luís Alberto de Cuenca. Ediciones Siruela. Selección de Lecturas Medievales. Madrid 1983. (Págs. 16, 17).
3 Angelus Silesius. El peregrino querúbico. Edición y traducción de Lluis Duch Álvarez. Ediciones Siruela. Colección El árbol del Paraíso. Madrid 2005. (Pág. 75).
4 Heisig, James W. Filósofos de la nada. Un ensayo sobre la Escuela de Kioto. Herder. Barcelona 2002. (Pág. 93).
5 Valente, José Ángel. Material Memoria. Cinco fragmentos para Antoni Tàpies. La Gaya Ciencia. Barcelona 1978. (Pág. 65)
6 Beckett, Samuel. Obras escogidas. Traducción del francés por Francisco Navarro. Editorial Aguilar. Biblioteca Premios Nobel. Madrid 1978. (Págs. 713 y 854).
7 Cruz Sánchez, Pedro A. DANIEL BUREN. (Entrevista de Robin White a Daniel Buren) Editorial Nerea. Donostia-San Sebastián 2006. (Pág. 108).
8 Cruz Sánchez, Pedro A. DANIEL BUREN. Editorial Nerea. Donostia-San Sebastián 2006. (Pág. 23).
9 Hernando Carrasco, Javier. DANIEL BUREN. Editorial Nerea. Donostia-San Sebastián 2006.
(Págs. 39 y 50).
10 Lebrero y Stals, José. Glosario. Texto editado por Centre Pompidou-Málaga con motivo de la exposición temporal de Daniel Buren Proyections/ Retroprojections. Travaux in situ, 2017. Málaga 25-OCT-2017 / 14-ENERO-2018.
11 Folleto editado por Centre Pompidou-Málaga con motivo de la exposición antes citada.
12 Goethe, Johann W. Obras completas —Tomo I—. Esbozo de una teoría de los colores. Editorial Aguilar. Colección Obras Eternas. Madrid 1989. (Pág. 478).
13 Ortega y Gasset, José. Meditación del marco. Revista de Occidente nº44 1-febrero 2018. Madrid.
(Págs. 5 y sigs.)