FRANZ LISZT Y SU CONCIERTO EN MÁLAGA EL 12 DE MARZO DE 1845

  • Manuel del Campo y del Campo
  • Publicado en la sección 03 Colaboraciones de Académicos © 
  • Anuario 2017. Segunda Época (descargar pdf) 

C

uenta un biógrafo de Franz Liszt (1811-1886), que entre 1843 y 1845 viajó a Varsovia, Cracovia, Stuttgart, Karlsruhe, Marsella, Madrid y Lisboa, así como entre sus recitales al piano era agasajado y teniendo «amante tras amante». Por supuesto que él se entregaba a su arte, aunque también era sensible a las pasiones que suscitaba su personalidad. En aquel año de 1845 realizó una gira por España y Portugal, viene a Sevilla y se identifica con la capital hispalense. «Durante los diez días que acabo de pasar en Sevilla —escribe Liszt— no he dejado transcurrir un solo día sin venir a hacer una humildísima corte a la Catedral, ¡epopeya de granito, sinfonía arquitectónica, cuyos acordes eternos vibran en el infinito! No pueden hacerse frases sobre semejante monumento. Lo mejor sería, si uno pudiera, arrodillarse allí con fe ciega o cernirse con el pensamiento a lo largo de estos arcos y de estas bóvedas para las cuales parece no existir ya el tiempo».

 


Franz Liszt (1811-1886)

La Málaga del siglo XIX ofrecía una gran variedad en las salas —locales cerrados y en verano al aire libre— que ofrecían, si no con periodicidad, al menos sí esporádicamente, conciertos y recitales, aprovechando tanto las giras de notables artistas como la afición y voluntad de distinguidos aficionados locales. Así resulta obligado mencionar además del Teatro Principal, del Príncipe Alfonso, (más tarde Cervantes), el Salón de la Fonda de los Tres Reyes, los Jardines del Coto (Campos Elíseos), la Fonda de Oriente, el Jardín de Natera, el Hotel Londres, San Telmo, la Fonda de la Victoria, el Casino Malagueño, el Círculo Mercantil, el Conventico y el Liceo con su famosa sala y el salón de verano preparado en el patio, que se inauguró el 4 de julio de 1868. En el citado Salón de la Fonda de los Tres Reyes fue donde Franz Liszt, al llegar a Málaga en el transcurso de su gira española, tocó el piano el 12 de marzo de 1845, concierto en el que también tomó parte el barítono Ciabatti. Por cierto, al concluir sus actuaciones el pianista y compositor húngaro, ese verano por España y Portugal, viajó a Bonn para cerrar una empresa cara a su corazón como era la inauguración del monumento a Beethoven, en el cual dirigió la Quinta Sinfonía, tocó el concierto El Emperador y estrenó una Cantata Festiva para coro y orquesta compuesta para la ocasión.

Volvamos a Liszt en Málaga. Tengo a la vista el número 20 —fecha 16 de marzo de 1845— de La Amenidad, periódico semanal de Literatura, Modas y Teatro, que en su sección Ramilletes se ocupa del Concierto del señor Liszt extensamente. Dice lo que sigue:

«Hay constelaciones, cuyo fulgor produce al mortal una impresión imposible de ser descrita por plumas humanas, pues sería necesario para ello hallarse dotado de la sabiduría del mismo Ser que la formó: así también hay talentos privilejiados, cuya profundidad no es dado calcular a quien carezca de aquella inteligencia, de aquella exquisita sensibilidad del mismo que los posee. Sin embargo, por un sentimiento instintivo nos agrada lo bueno, nos sorprende lo admirable y nos arrebata lo sublime; ahora bien, ¿qué más bueno, qué más admirable y qué más sublime que oír un piano pulsado por las manos del inimitable Liszt? ¿Quién permanecerá tranquilo e impasible oyendo melodías tan dulces, tan suaves y tan fascinadoras, que únicamente podrían compararse al célico coro que entonan los ánjeles para tributar alabanzas al Criador?

Pero una vez que el eminente pianista ha sido ya puesto en su verdadero lugar por la prensa europea, limitémonos nosotros a hacer el análisis del concierto que dio en la noche del 12 del actual en el llamado Salón de la Fonda de los Tres Reyes; por cierto que no podemos resistir al deseo de manifestar que cuando entramos en dicho local, sabiendo ya lo que íbamos a oír y notando la mezquindad y mal gusto del mueblaje, sin saber por qué recordamos la conocida fábula de El gallo y la margarita.

Llegó el deseado momento de ver sentado en su trono artístico al rey de los pianistas, cuyo trono lo constituía una silla de palo tan ordinaria y maltratada, que ni en Churriana ni en un cortijo podían haberle ofrecido otra menos digna de él; pero a bien que tuvieron la precaución de cubrir el asiento con un cojín de badana, horadado en su centro, tan mugriento y deteriorado que nos dio margen a pensar que el uso al que estaba destinado en la fonda era… otro muy distinto.

Mas todo lo olvidamos cuando empezamos a oír el melodioso canto del primer andante de Guillermo Tell, ejecutado con tal exactitud, con tanta verdad, que nos creímos transportados a las montañas de Suiza; y ya nos parecía escuchar el silbido del viento en las altas colinas; ya su ronco rumor al estrellarse en las cóncavas rocas, ya el apacible canto de las aves, ya el leve murmullo de las hojas de los árboles azotadas por la bulliciosa brisa, ya el horrísono bramido de las olas del torrente, y ya, en fin, los ruidos todos de la naturaleza entera, imitados por las diferentes y entendidas pulsaciones del sin par pianista. Empero lo que más llamó nuestra atención fue el carácter misterioso, al propio tiempo que enérjico, con que vistió el último allegro, imitando en él con la mayor verdad, tanto el entusiasmo popular de la conjuración como el susurro de las secretas conferencias de los conjurados.

Concluida la obertura en medio de una estrepitosa salva de aplausos, se presentó el Sr. Ciabatti y cantó un aria de El bravo con buen gusto y buen método, prodigándole también el público merecidos aplausos.

Siguió a esta una fantasía sobre motivos de la Norma, ejecutada por el Sr. Liszt, que nos dejó sumamente complacidos, si bien es cierto que creímos advertir que los cantabiles, en que tanto abunda esta ópera, eran sacrificados algunas veces a la brillantez de la ejecución; defecto, si defecto puede llamarse, muy disculpable cuando se ve compensado de tal manera.

En la segunda parte la pieza en que más brilló el Sr. Liszt y en la que más bien hizo lo general de sus conocimientos musicales, fueron unas fantasías húngaras, que por su originalidad y bravura, como también por su dificilísima ejecución, arrebataron a los espectadores.

Seguidamente volvió a presentarse el Sr. Ciabatti, y no pudimos menos de extrañar que siendo un barítono, de no grande estensión por cierto, escojiese un aria de tenor de un canto spianatto tan marcado como la de Roberto Devereux, teniendo tantas y de tanto lucimiento donde elegir y poder ostentar su buena escuela y método, sin sacrificar al transporte la brillantez y filosofía de los cantos. Sin embargo, la desempeñó con bastante gusto y espresión, si bien no estuvo todo lo afinado que debía en el principio del andante, y todo lo enérjico que era de esperar en las cadencias de la cavaletta.

Pero volvamos a Liszt, volvamos al alma del concierto. La galop cromática, última pieza que tocó dicho señor, es una de aquellas que reúnen a la originalidad del pensamiento la dificultad de la ejecución; mas a pesar de éste fue desempeñada con igual facilidad, maestría y aplomo que todas las demás.

Más quisiéramos decir al ocuparnos de tan celebre artista, pero para ello era necesario ser otro Liszt, y Liszt no hay más que uno.»