Toma de posesión como Académico de Número de
D. Francisco Ruiz Noguera

  • Discurso de ingreso como Académico de Número
  • «VIDA Y CULTURA EN LA POESÍA DE ALFONSO CANALES» (Pdf 1 K)
  • Laudatio de Dº Antonio Garrido Moraga
  • Salón de los Espejos, Ayuntamiento de Málaga
  • 26 de noviembre de 2015

Toma de posesión como académico de número de D. Francisco Ruiz Noguera.
De izquierda a derecha: D. Elías De Mateo, D. Antonio Garrido, D. Francisco Ruiz Noguera,
El Sr. Alcalde D. Francisco De La Torre, El Presidente De La Academia D. José Manuel Cabra De Luna, Dña. Marion Reder Y Dña. Rosario Camacho.

Excmo. Sr. Presidente, D. José Manuel Cabra de Luna, Excmo. Sr. Presidente de Honor, D. Manuel del Campo y del Campo, Ilmos. Sras. y Sres. Académicos:

En primer lugar, quiero hacer público mi agradecimiento a los miembros de esta Real Academia por la amablemente unánime decisión con que fue acogida la propuesta de mi posible ingreso como miembro de la institución, presentada por los Dres. D. Elías de Mateo Avilés. D. Antonio Garrido Moraga y Dª María Josefa Lara García, a los que agradezco tal iniciativa, al igual que agradezco al Dr. Garrido su disponibilidad para pronunciar el discurso que me habrá de recibir como miembro de número de esta Real Academia. Para mí es un honor formar parte de esta centenaria, prestigiosa y no solo respetable, sino también y, sobre todo, respetada institución. Espero poder contribuir, en la medida de mis posibilidades, al alcance de sus objetivos.

Permítanme, antes de entrar en materia, un envío previo: no sé yo si, protocolariamente, es preceptiva la dedicatoria de un discurso de esta naturaleza; en cualquier caso, yo sí quiero dedicarlo a Francisco Ruiz Cañedo y Rosario Noguera García.

He titulado este discurso de ingreso en la Academia «Vida y cultura en la poesía de Alfonso Canales». Quiero hacer algunas matizaciones previas.

La primera es de orden terminológico y metodológico, y tiene que ver con el título: «Vida y cultura en…»; la cuestión está en si es dado disociar ambos conceptos —vida y cultura— como parece que el título sugiere. Como sabemos, mucho se ha escrito sobre la pertinencia o no de tal disociación y sobre la definición y redefinición del concepto de cultura: gigantes intelectuales de nuestro tiempo como T. S. Eliot o George Steiner lo hicieron; y, en ámbito más cercano al nuestro, parte del pensamiento de ambos y de otros, como Lipovetsky o Baudrillard, ha sido retomado recientemente por Mario Vargas Llosa en su crítico ensayo La civilización del espectáculo.

El sentido con el que empleo aquí el término cultura no es el de carácter antropológico según el cual abarcaría «todas las manifestaciones que derivan de la vida del ser humano en sociedad» (con lo cual tendría escaso sentido, lógicamente, la disociación de la que hablé), sino que está empleado en el sentido que le da la tradición a la que apela el mencionado ensayo de Vargas Llosa, coincidente, por ejemplo, con lo expuesto por Manuel Casado Velarde en su libro Lenguaje y cultura donde reserva tal término cultura para referirse a «aquellas actividades creadoras del espíritu cuyos resultados no son materiales, o en que lo material no es determinante», postura, por cierto, claramente en la línea del gran lingüista Eugenio Coseriu en su libro El hombre y su lenguaje.

La segunda matización tiene que ver con lo personal y lo afectivo, y está en relación con el punto de partida: con mi descubrimiento del poeta Alfonso Canales y mi admiración por su poesía, que naturalmente, está en la base de la elección que he hecho para este acto; o sea, la razón de este discurso. Se trata de una ocasión anecdótica que he recordado otras veces al hilo de los diversos trabajos que he realizado sobre su obra, de los que aquí recordaré dos: en primer lugar, la antología Ocasión de vida, que, por indicación del propio Canales, preparé para la colección Vandalia, de la sevillana Fundación Lara, del grupo editorial Planeta; y, en segundo lugar, la publicación de las actas del homenaje que se le tributó al poeta en este mismo Salón de los Espejos hace ahora diez años, que tuve el honor de coordinar, y en el que intervinieron, junto a otros ponentes, algunos miembros de esta Academia como D. Manuel Alcántara, Dª María Victoria Atencia, D. José Infante, D. José Manuel Cabra de Luna y D. Antonio Garrido, o Medallas de Honor de la Academia como D. Pablo García Baena. Las actas de aquellas jornadas fueron editadas por el académico D. José Manuel Cuenca Mendoza, (Pepe Bornoy) y por quien les habla, y constituyen una de las publicaciones de esta casa.

La ocasión anecdótica, recordada también en aquellos momentos y a la que quiero referirme ahora, es que, a mí, con Alfonso Canales me pasó lo mismo que sucede con el acercamiento que el lector va teniendo a los personajes de Galdós: primero vino el conocimiento de su voz (la palabra), después, el de su persona. A finales de los años sesenta, como tantos adolescentes malagueños de entonces, yo era alumno del único Instituto de Enseñanza Media masculino de la ciudad: el de Nuestra Señora de la Victoria en Martiricos. Un día, una profesora de literatura que era toda una institución en Málaga, la inolvidable doña Elena Villasana, decidió hablarle a un muy reducido grupo de alumnos de algo que estaba fuera de programa: los últimos nombres de la literatura española, y fue entonces cuando supimos que uno de los más destacados poetas españoles del momento era malagueño y vivía en Málaga. Naturalmente, picado como estaba ya entonces por esa abeja insistente de la poesía, me lancé de inmediato en busca de Aminadab, ese libro sobre el demonio —doña Elena sabía suministrar la dosis justa de morbo para despertar curiosidades juveniles— que hacía solo unos años había obtenido el Premio Nacional de Poesía. No encontré Aminadab aquella tarde, pero sí estaba en la Ibérica —la librería de calle Nueva que, en tiempos, había sido del novelista y académico, presidente de esta Real Academia, don Salvador González Anaya— otro libro del entonces, para mí, desconocido poeta: allí estaba Port-Royal, que acababa de salir aquel mismo año.

¿Comprendí yo entonces aquel libro en toda la compleja intensidad que tiene? Seguramente no; para empezar, recuerdo que el propio título (Port-Royal) fue el primer enigma que me llevó a las enciclopedias; pero yo creo que marcan, sin duda, las lectura adolescentes y a mí, con independencia de posibles precarias comprensiones, me fascinó aquel libro de poemas marcados por las horas: un libro ordenado con precisión de cronómetro no sólo en los subtítulos de cada composición —«El encuentro (4 de la tarde)», «El claro (6 de la tarde)», «La vuelta (8 de la tarde)»—, sino también en la solidez medida del conjunto.

El caso es que aquel libro profundo y serio me llevó a otros, y di con Cuenta y razón, que se había publicado en Adonais; y aprendí allí cómo un objeto cualquiera —un tapón de cerveza olvidado en la playa, por ejemplo— puede, por voluntad simbólica, convertirse en «astro», en «doblón de alegría», en «puño de luz», en «refulgente crin de fuego», y supe que nada es desechable para la poesía porque también «un tapón de cerveza abandonado / puede cambiar el curso de las horas».

En fin, luego —más adelante— me fue llegando la voz de Canales en, por fin, Aminadab —deslumbrante—, y en Réquiem andaluz —con la búsqueda de «aquel retrato lleno de flores oxidadas»—, y en El canto de la tierra —con aquella dedicatoria memorable: «Al conde Drácula, quien tenía la precaución de viajar siempre con un ataúd en el que había depositado tierra natal, a fin de asegurarse la vuelta al origen». Pero para entonces —a esas alturas de la novela, como sucede con los personajes de Galdós—, ya había unido yo aquella voz a la persona concreta a la que había visto presentar en conferencias a Miguel Ángel Asturias, a Enrique Lafuente Ferrari, a Camilo José Cela; la persona a la que, por fin, saludé tímidamente en un acto —con motivo del Premio Nobel a Neruda— organizado, precisamente, por la severa y siempre cariñosa doña Elena Villamana, que había sido —ya saben— la que había prendido la mecha algo antes, una mañana en Martiricos.

Desde entonces, como dije, he frecuentado la poesía de Canales, además de para leerla y degustarla, para trabajar sobre ella desde distintos puntos de vista. Hoy lo haremos desde esa vinculación vida y cultura que anuncia y el título.

Como sabemos, Alfonso Canales (que vivió entre 1923 y 2010), y que presidió esta Real Academia durante veinte años, es, sin duda —según mi criterio y el criterio de muchos— uno de los poetas fundamentales de las generaciones españolas de posguerra. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía (1965) por el libro Aminadab, y el Premio Nacional de la Crítica (1972) por Réquiem andaluz. Junto a estos dos libros, otros como El Candado, Port-Royal, Gran fuga, El año sabático, El canto de la tierra, El puerto, Glosa, Ocasiones y réplicas constituyen los pilares de una obra excepcional, hecha al margen de las modas y lingüísticamente impecable.

En su poesía, los elementos culturales se funden con los vitales de forma totalmente natural, sin impostación («soy de los que creen —dijo— que un poeta no puede ni debe liberarse de sus lecturas, que constituyen vivencias tan incitantes como aquellas otras nacidas en el personal ejercicio del vivir»): el culturalismo, por tanto, concebido como forma natural de expresión de la experiencia y aun como rasgo de honestidad porque, para él, «un poeta consciente es siempre, en mayor o menor grado, culturalista: y no podría cometer mayor falsedad que la de intentar disimularlo, pretendiendo que los lectores lo juzguen un creador que parte de la nada, un ser superior que de la manga extrae su propio mundo falto de genealogía».

En el desarrollo de la poesía española, es decisivo el momento en que Alfonso Canales publica Aminadab en la prestigiosa colección de libros de la Revista de Occidente. Estamos en 1965. Todavía no se ha publicado Arde el mar de Pere Gimferrer, que aparece al año siguiente (1966), y todavía, cuando sale el libro de Canales, faltaban cinco años para que, en 1970, se publicara la conocida y polémica antología de José María Castellet Nueve novísimos poetas españoles. Es decir, Canales se había adelantado un lustro —como también se adelantaron los poetas cordobeses de la revista Cántico— a los nuevos modos del culturalismo engastado de forma muy notable en los poemas por parte de poetas muchos más jóvenes que él. No es de extrañar, por eso, que a raíz de un libro fuertemente cargado de referencias culturales, como Aminadab, Canales atrajera la atención de los por entonces jóvenes poetas españoles de la llamada generación de los novísimos, venecianos o del 70, y así, escribieron artículos elogiosos sobre la poesía del malagueño jóvenes como Pere Gimferrer, Marcos Ricardo Barnatán, Jaime Siles, José Infante o Guillermo Carnero que llegó a titular el suyo del siguiente modo: «Alfonso Canales, milagro de una generación sin suerte en la historia de nuestra poesía».

Y no es que Aminadab fuese el primer libro de Canales con esa presencia de lo cultural mezclado —o mejor, trenzado— con lo vital, eso es algo que está en él desde el principio, en lo que él mismo llamó su «prehistoria», a la que pertenecen dos cuadernos: el primero, Cinco sonetos de color y uno negro (1943) breve cancionero de amor juvenil (que sigue la estela de los Sonetos de amor por un autor indiferente, de Muñoz Rojas, aparecidos un año antes; la relación de Canales con Muñoz Rojas, al que consideraba su maestro, fue decisiva en su formación). Estos iniciales poemas del jovencísimo Canales responden a una estética que está entre lo parnasiano y lo simbolista, no ya por referencias más o menos externas, como los sonetos «Correspondencias» de Baudelaire y «Vocales» de Rimbaud, sino por similitud de tono con, por ejemplo, Albert Samain o Jean Moréas, e incluso, antes, con los Esmaltes y Camafeos de Théophile Gautier, todo lo cual había llegado al ámbito hispánico a través del Modernismo. Este primer libro de Canales está claramente concebido casi a la manera de ejercicio de estilo sobre modelos de la tradición hispánica admirados por el joven escritor, de tal forma que en cada uno de los sonetos se recrea el imaginario correspondiente a Garcilaso, fray Luis de León, Góngora, Espronceda, Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez.

También el siguiente cuaderno, Las musas en festín (1950), participa del homenaje a la tradición, en este caso a los poetas satíricos castellanos del siglo XVII. El hecho de que por estas mismas fechas Muñoz Rojas y Canales hubieran preparado —para la colección A quien conmigo va, que ellos fundaron— la edición de El festín de las Musas del barroco malagueño Juan de Ovando y Santarén no parece que sea ajeno al tono y a la forma de los nueve sonetos que componen el breve libro (con títulos de cada una de las musas para la sátira de personajes contemporáneos).

Igualmente, de 1950 es su primer libro extenso, Sobre las horas. Las referencias culturales apuntan en este caso, por una parte, a la tradición barroca hispánica, especialmente a Quevedo y el clásico Fugit irreparabile tempos que figura en una viñeta de la cubierta del libro; y, por otra, al existencialismo. Aunque será más adelante, en el verano de 1952 cuando Canales viaje a Francia para hacer un curso de lengua y literatura francesa en la Sorbona y conocer los círculos existencialistas —incluido el conocimiento de Sartre—, ya desde finales de los cuarenta, había frecuentado la lectura del propio Sartre o de Heidegger. También presente en este libro, un sentir de la Naturaleza heredado de un barroco antequerano como Pedro Espinosa.

Decía Canales que «1956, año de la aparición de mi libro El Candado, es con propiedad mi año uno»; de la misma opinión era el que fue su primer gran critico, Enrique Molina Campos.

En el título de este nuevo libro se mezclan la realidad y el símbolo: «Pasé la niñez en un trozo de costa mediterránea conocido por el topónimo de “El Candado”. El nombre era, de por sí, sugerente. Y traté de forzar el candado que cerraba mis años más lúcidos, escarbando en mis recuerdos infantiles».

Una recuperación, pues, del mundo de la infancia con elementos de la imaginería simbolista, muy en la línea del Machado de Soledades, galerías y otros poemas. En la recreación de ese espacio-tiempo, predomina lo narrativo porque lo que se pretende es la ordenación de los recuerdos: trata de establecerse una lógica en la recuperación ante el torrente de imágenes.

Los dos libros siguientes, Cuestiones naturales (1961) y Cuenta y razón (1962) forman parte ―tanto por el mundo al que atienden como por la forma expresiva— del ciclo abierto con Sobre las horas. Tiempo y muerte son lo temas dominantes en los doce sonetos de Cuestiones naturales. Por su parte, Cuenta y razón, libro un tanto misceláneo, reúne poemas diversos que conectan, sobre todo, con las preocupaciones existenciales y religiosas: es clara la sintonía con el Aleixandre de Historia del corazón y, sobre todo, el Dámaso Alonso de Hijos de la ira.

Si estos libros cierran una etapa, con Aminadab (1965) se abre otra que, aunque con matizaciones en el acercamiento al mundo y con una mayor solidez expresiva, no supone una ruptura con lo anterior porque en la poesía de Canales —de una gran coherencia de mundo y palabra— todo se va trenzando de tal manera que es posible establecer relaciones entre libros que, a veces, solo están distantes en lo temporal, no en el imaginario en el que se sustentan.

Aminadab es un libro sobre el demonio y sobre el mal, pero de ningún modo es un libro moralista. El propio poeta explica el porqué de ese título: «Llamé Aminadab al protagonista del poema porque este nombre figura en la Vulgata (Cantar de los Cantares, 6, 12) por obra de una corrupción de la Palabra divina, que llegó a engañar a san Juan de la Cruz. Entre todos los nombres que le han dado al enemigo íntimo, ninguno juzgué tan propio como éste».

En cierto modo, hay en el libro una búsqueda de ese enemigo íntimo porque «es un personaje con el que fácilmente se encariñan los poetas —dice Canales—, sobre todo si su formación religiosa es latina». El sentido último de esa búsqueda se revela en el primer poema: llegar a Dios incluso por el conocimiento de su contrario.

Por varias razones es Aminadab un libro singularísimo en el momento de su aparición. Por una parte, la poesía española iba por caminos muy distintos a los que temática y formalmente aquí encontramos. El tema del diablo (un libro entero dedicado a él) no es común en un tiempo en que la mirada poética se dirige, por lo general, a lo cotidiano y al entorno social inmediato. La mirada de Canales —bastante ajena, como hemos dicho, a modas— se dirige, una vez más, hacia las preocupaciones que ya estaban en buena parte de su obra anterior, como es el caso del existencialismo de corte religioso: «He sido calificado con frecuencia de poeta religioso y, si me apuran, me jacto de serlo. La religión —no necesariamente el formalismo confesional— es la más alta de las incitaciones humanas».

La religiosidad de este libro bascula entre la identificación de Aminadab con el mal y todo lo negativo y, por otra parte, una cierta atracción hacia su rebeldía contra Dios y hacia su propuesta de endiosamiento del hombre: no deja de ser significativo que los versos finales del libro sean estos en que se contrapone a dos arcángeles: Miguel y Luzbel (luego Lucifer): «Y cuando el fiel hermano / Miguel, con trueno y rabia, / interrogaba a todo lo creado, / […] / diciendo: / “¿Quién como Dios?”, él [Luzbel] quiso / levantar una nube de polvo que llevara / su grito a lo celeste, y profería: / “¡El Hombre, el Hombre, el Hombre, el Hombre, el Hombre!”».

Como hemos dicho, una de las singularidades de Aminadab está en su alta carga culturalista antes de que el culturalismo se fijara como nueva moda; el culturalismo de Canales tiene la base sólida del abundantísimo caudal de sus lecturas; con toda propiedad puede decirse que la espléndida biblioteca que poseyó —y que ocupaba toda su casa—, constituía su entorno inmediato. No es, pues, el de Canales un culturalismo epidérmico o impostado sino expresión natural de un mundo asumido. He aquí sus consideraciones al respecto: «soy de los que creen que un poeta no puede ni debe liberarse de sus lecturas, […]. Todo estriba en que las lecturas hayan experimentado el metabolismo necesario, para incorporarse a la vida del poeta, llegando a formar parte de sus tejidos mentales».

En gran medida, el mismo carácter de culturalismo plenamente asumido y de búsqueda en la conflictiva relación con lo divino tiene un libro fundamental en su trayectoria como Port-Royal. Se diría que, en este libro-poema dividido en quince cantos, el autor se propone ajustar, mediante la escritura, cuentas pendientes desde el pasado de su infancia. Lo vivencial y lo cultural-aprendido (y aprehendido) están en la base de este gran poema desencadenado por un hecho concreto: la visita a la abadía jansenista de Port-Royal des Champs, pero, en realidad, junto a eso, es la formación jesuítica de su infancia en el malagueño colegio de San Estanislao (de El Palo) y sus lecturas de Sainte-Beuve sobre aquel conflicto religioso del XVII lo que están en la base de todo.

La indagación en aquel episodio histórico del jansenismo es, en realidad, la indagación en su propia lucha interior en el sentimiento religioso, algo que estaba, como hemos visto, en Aminadab, y cuyo desarrollo poético ya se anunciaba antes en el libro El Candado.

El conflicto planteado en Port-Royal es el de la búsqueda de un camino para el enfrentamiento entre una religiosidad severamente entendida y la tendencia a la sensualidad: lo que Canales, ha llamado «mi catolicismo meridional». Es el conflicto entre la tristeza derivada de esas severidades y la alegría de lo vital. El contraste entre los primeros y los últimos versos del libro son muy elocuentes no solo en relación con la naturaleza de esta lucha sino también en relación con el sentido en que la lucha se resuelve: en principio, en los primeros versos del libro, está la tristeza de Dios («¿Es así, ¿Señor, es así tu tristeza? / ¿Es así tu descontento de los hombres?»); sin embargo, al final, en el cierre del libro, la trasgresión de la norma de no comer del fruto prohibido (el fruto del árbol del bien y del mal, el fruto de la sabiduría) no provoca la ira divina, sino su complicidad y su alegría: «He entrado en otro / jardín. Está prohibido / pisar sobre la manta del césped. Pero piso, / y Tú te ríes, y me ves altivo llegar hasta este árbol / cuyos frutos, seguro, no se comen. / Mas yo los he mordido, y me tiendo, y aguardo, / y lo sé todo, y no me odias. / ¿Es así, Señor tu alegría?»

En Aminadab y Port-Royal se ha consolidado el mundo poético —también en lo expresivo— de Alfonso Canales. En los libros que siguen el poeta, básicamente, ha insistido con gran maestría en el desvelado de distintas parcelas de ese mundo personalísimo y cultísimo que nunca ha querido contagiarse de otras voces del momento que lo distrajeran de la suya.

Sobre el valor positivo de la insistencia en la voz —referido aquí al lenguaje—, Canales ha sido muy explícito: «Sólo a fuerza de dar golpes en el mismo clavo es posible profundizar, salvo que el clavo se tuerza. Para un poeta, se tuerce el clavo cuando los golpes se dan con el socorrido martillo de la palabrería inservible. El instrumento es tan capital como la materia sobre la que se trabaja. Y el instrumento del poeta es el lenguaje».

La insistencia, no obstante, no ha anulado la exploración en nuevas líneas —nunca desmadejadas de la coherencia de sus planteamientos— que tienen que ver con lo inmediato-cercano de su mundo.

En 1970, dos años después de Port-Royal, aparecen dos nuevas entregas de Alfonso Canales: Gran fuga y Reales sitios. La primera publicación es un largo poema de cierta complejidad formal que sigue una estructura musical. La relación de Canales con la música es intensa y arranca de la niñez («mi deseo —dijo— hubiera sido escribir música, mas para ello hubiera necesitado un aprendizaje precoz, del que carecí»); en el poema «Al otro lado del muro», del libro Ocasiones y réplicas, recuerda la importancia decisiva que tuvo para su pasión musical y para su sentido rítmico oír, cuando era niño, al otro lado del muro, a su vecino cantar el aria de Manon; ese vecino el era el poeta Emilio Prados.

En Gran fuga, son cuatro voces las que —a la manera de la Gran fuga de Beethoven— reflexionan sobre un tema obsesivo: el tiempo que, en palabras del poeta, está «irremisiblemente fugado por la siempre abierta escotilla del presente». El escoger esta forma de poema a cuatro voces atiende al propósito de objetivar la experiencia y huir del sentimentalismo: «me apoyé en los últimos cuartetos de Beethoven, como posible fórmula para escandir la voz (evitando de ese modo la engolada solidez del yo cantarín)»: así es que el tiempo (y también Dios); y las continuas referencias culturales (sobre todo literarias); y, nuevamente, lo vivencial-sensual en identificación con lo natural y lo divino.

La complejidad de este largo poema tuvo, años más tardes, una lectura plástica en el libro de artista que preparó José Manuel Cabra de Luna: ocho grabados en distintas técnicas más el texto.

Esta relación con la música se ha manifestado no solo en este poema sino también en, por ejemplo, la publicación de Décimas en tono menor con la partitura del maestro Pedro Gutiérrez Lapuente (publicado en Madrid por la Unión Musical Española), y también, de forma más sustantiva, puesto que afecta al planteamiento poemático e incluso a la estructura de la obra, en libros como Réquiem andaluz, y en Momento musical (que fue publicado en los cuadernos de Jarazmín de José Infante y Pepe Bornoy, y que alude a Schubert), e incluso, en cuanto al título y a su contenido, tal relación está también presente en El canto de la tierra (con clara alusión a Mahler).

Gran fuga figura luego como poema de cierre de Reales sitios, libro que se abre con una cita de Nöel Arnaud: «Je suis l’espace où je suis». Estamos ahora ante un libro que —en su intencionalidad de recuperación— tiene mucho que ver con El Candado; si allí se recuperaba un tiempo (el de la infancia) a través del recuerdo de lo vivido en un espacio concreto, aquí se trata de recuperar los múltiples espacios en que discurre el tiempo de una vida: libro unitario que propone un recorrido por las sucesivas casas en que el poeta vivió: una propuesta de relación afectiva entre el ser humano y el espacio que habita, pasando, además, por otras casas («Casa de los sueños», el cine; «Casa de Dios», los templos; casas de los amigos: por ejemplo, «Casa de Vicente», por Aleixandre; «Casa de Jorge», por Guillén), hasta llegar al yo en el presente y a la: «Casa de Uno»: «[…] Ya estoy entre mis libros / otra vez. Los paisajes / colgados se repiten / y las voces también».

Recuperación, estructura unitaria y composición con base musical son los pilares del poema Réquiem andaluz (1972). Junto con Gran fuga, es este el poema de mayor elaboración formal de Alfonso Canales. El acopio de sus saberes (culturalistas y retóricos: en cuanto a la ordenación, la dispositio, del material) están aquí al servicio de una experiencia personal dolorosa: clarísima fusión de vida y cultura en que la compleja estructura formal de la obra tiene un claro valor significante.

La sustancia del poema parte de lo más cercano: la muerte de la madre del poeta; pero ya hemos visto que Canales huye de cualquier forma de estridencia, de ahí la búsqueda de la forma adecuada: «traté de liberarme de un agudo dolor, sometiendo sus punzadas a un implacable tratamiento formal, de manera que la intensidad del grito quedara partida en dos. De nuevo me sirvieron los recursos musicales. […] al abordar la factura del Réquiem, pensé en el segundo tiempo del concierto para dos violines de Bach, inigualable modelo de reportada esquizofrenia».

El poema se concibe como elegía a dos voces que, a lo largo de cuarenta y un fragmentos, remiten a tiempos distintos (marcados incluso tipográficamente con letra redonda y cursiva): el de la historia de la madre desde su niñez y el de la historia de su agonía (todo con un enfoque puramente humano: la historia de una relación materno-filial). Ambas voces corren en paralelo hasta llegar a la mitad del poema (después de haberse nombrado por vez primera a Dios), a partir de ahí, se produce una inversión en lo que cada voz cantaba, hasta llegar —al final del poema— a la fusión de ambas voces. El ritornelo continuo en ese diálogo es la búsqueda de una imagen de antaño: «No encuentro aquel retrato / lleno de flores oxidadas, telas / desteñidas, blancuras / creadas por la luz de un gran sol muerto».

Por otra parte, el diálogo no solo se da entre las dos voces que hay en el poema sino también en el poema consigo mismo e incluso —gracias a un mecanismo de remisiones internas— el diálogo de este poema con otros anteriores. Es evidente que parte de ese espacio del pasado en que se hurga tiene que ver con la recuperación que se llevó a cabo en El Candado.

Como muestra de este mecanismo de remisiones internas en su obra, tenemos las «Notas a Réquiem andaluz», cuarto apartado de su siguiente libro, Épica menor (1973). En esas notas, se desarrollan como poemas algunas de las referencias culturalistas aparecidas en el libro de 1972. No está en este aprovechamiento del culturalismo la principal aportación de este nuevo libro sino, por una parte, en la incorporación de una nueva forma expresiva también de base cultural (el epilio helenístico: breve poema narrativo, a veces de tema histórico, a la manera en que lo hiciera Cavafis), y por otra parte, en la abierta declaración de una poesía erótica; estas dos líneas, junto con el sentir temporal y la fuerza de la Naturaleza forman un entramado que se extiende por el resto de sus libros de los años setenta y ochenta : El año sabático (1976), El canto de la tierra (1977), El puerto (1979), Glosa (1982), Tres oraciones fúnebres (1983) y Ocasiones y réplicas (1986).

La primera parte de Épica menor reúne poemas narrativos en que la voz se objetiva. En realidad, esta forma de enfocar el poema corresponde a lo que conocemos como monólogo dramático, del que ya nos habló —practicó— Cernuda tomando modelos anglosajones. La nueva forma supone, en Canales, una manera más de mirar fuera de los problemas íntimos o, al menos, de hacer propios, en tono moderado, algunos asuntos cívicos como, por ejemplo, el poder (en el poema «Discurso de César a las legiones»). El epilio —según ese entramado de su obra varias veces mencionado— no es privativo de Épica menor, la tercera parte de El puerto está compuesta por dos de ellos: «Duritia Vetus» (de una fuerte carga culturalista) y «El toro Lázaro», espléndido poema sobre la duda en el más allá.

El año sabático (con apariencia de prosa, aunque en realidad, como advierte el autor en el prólogo, «todo él está medido en sílabas contadas») empieza —casi seña de identidad estilística de Canales— con una interrogación: «¿Será ya todo un deslizarse a la grava del terraplén (¿no es pronto?)». En los 365 textos que componen el libro, están contenidos, nuevamente, algunos de los temas fundamentales del poeta malagueño: la Naturaleza (la tierra como fin), la muerte, el tiempo, la propia literatura.

Del primero de ellos será del que trate en otro libro unitario como El canto de la tierra, en el que se declara la necesidad de «nombrarlo / todo, antes de que tarde / sea, y se quede sin sonido alguna / cosa soñada o vista»; es decir, la palabra como fijadora real del mundo: la palabra contra el olvido y contra la muerte. El canto de la tierra es la radical proclamación de un tipo de vitalismo que, en rigor, incluye el envés de la hoja, no solo la tierra en su parte luminosa, sino también en la llamada de la sombra: «Contigo, madre tierra, / tierra de promisión, / […] tierra adentro / iré cuando me llames, / […] / Contigo / iré cuando me pidas que aterrice, / que aterrado me quede, que enterrado / me duerma entre terrones / tuyos, / […]. / Tierra, / mi paraíso terrenal, mi cielo».

La tierra como principio y como maestra y, al mismo tiempo, la tierra como fin, que está también en el poema «La grieta», del libro Glosa, en el que se establece otro juego cultural literario: el diálogo con una de las joyas literarias de la poesía en español: el conocido poema e Rubén Darío «Lo fatal»: «Dichos el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra dura porque esa ya no siente», etc.

Precisamente con una cita de ese mismo poema de Rubén se abría otro libro de Canales, El puerto («y ser sin rumbo cierto»). Por otra parte, «los frescos racimos» y «los fúnebres ramos» de «Lo fatal» (que sirven también de título para un poema de El puerto), estaban ya en uno de los textos de El año sabático.

Es decir, de hecho, se hace una glosa del texto de Darío en varios lugares de su obra y se atiende muy especialmente a la contraposición erotismo/muerte; pero también está en el libro Glosa —como lo estaba en libro El puerto— la vida como navegación incierta en el poema. Eros y Tánatos son el trenzado de la vida; el poema «Birthday», supone la reafirmación de la vida y del mundo todo desde el yo que le da sentido y existencia: «Los días que tú cuentas tiene el mundo: / pues cuando tú no estabas, ¿qué de real había?»

La valoración positiva de la vida —aun en su fugacidad—, con la aceptación de lo propicio y lo adverso está en la base de un poema espléndido —una auténtica joya— como «Los años», del que solo puedo leer el principio: «Hermoso es morir joven / y dejar el recuerdo de la piel no tocada / por agravios del tiempo: / pero lo es más haber vivido mucho / y haber hecho que el cuerpo se fatigue / de amor y de labor».

Similar —en la visión positiva del vivir— es el enfoque de «Vita facta momentos», de Ocasiones y réplicas, un libro al que, en crítica de Antonio Garrido, «se puede aplicar perfectamente aquel principio de Hölderlin de que “el sentimiento es la mejor sobriedad del poeta”». Ese sentir la vida como momentos irrepetibles es lo que está en versos como estos: «Hoy es el primer día del tiempo que me queda, / y quiero celebrarlo bebiéndome contigo / un trago de esperanza. / Lo de atrás ya está hecho: / invítame al futuro por corto que resulte».

La luminosidad de ambos textos contrasta —muy a lo Caravaggio— con las sombras de otro de los libros de esta etapa, Tres oraciones fúnebres, compuesto por tres discursos (ese es el sentido de la palabra oración aquí) sobre la muerte: culturalismo de máxima imaginería barroca (sobre todo en «Sic transit» recreación del mundo pictórico de Valdés Leal) que termina con una referencia al «hedor del subsuelo / de un sucio paraíso minado por las sombras», en contraste, una vez más, con la aceptación de la tierra como «mi paraíso terrenal, mi cielo», que ya vimos en El canto de la tierra.

En 1994, reunió Alfonso Canales sus Poemas Mayores en edición de Mª del Pilar Palomo, en la colección Ciudad del Paraíso. Tener presente el conjunto de lo nuclear de su obra permitió ver su grandeza. Desde entonces, en vida del poeta, solo aparecieron dos breves entregas —Poemas de la teja (1998) y Nuevos poemas de la teja (2000)— que, en 2012, dos años después de la muerte del autor, se unirían, en edición conjunta.

La teja, con clara referencia al bíblico libro de Job («Sentado sobre la ceniza, se limpiaba la úlcera con una teja») es, nuevamente, la historia de una pérdida, y es el Canales más reflexivo el que está aquí de nuevo con sus dudas y su existencialismo religioso, con su afán por recuperar lo vivido y amado: «Como Job me resisto / a haber perdido lo que amé». Pero hay ahora, por una parte, una mayor concreción de lo que antes era planteamiento abstracto o metafísico, y por otra, una notable carga de desesperanza e incluso de extrañamiento: como una mirada ajena sobre el yo y su pasado: «Como quien ve una cinta de romanos / veo mis gastados días, mis pesquisas de niño, / mis lejanos jardines […] / Ya no es mío este tiempo / gastado y muerto».

Junto a esto, el tono de desolación —contenido en lo expresivo e intenso en la sustancia— que lleva a la identificación de la poesía como —en el decir de Cela— «purga del corazón» y, más aún, como herida.

Estos poemas de La teja son el broche de la manifestación última de un mundo poético de asombrosa solidez, un mundo levantado siempre desde una voz propia que ha sabido catalizar la riqueza de la mejor tradición sin apartarse de lo personal-vivido. Como dijo Víctor García de la Concha en su crítica de los Poemas mayores: «No abunda hoy entre nosotros este tipo de poesía que brilló en la Edad de Oro. El mérito principal de Alfonso Canales consiste en bordar sobre un cañamazo plenamente andaluz, y aun malagueño, un discurso universal. Y en hacerlo trenzando una confesión personal con ricos hilos de vieja cultura».

Francisco Ruiz Noguera

Málaga, 28 de enero de 2016