52. UNA PANDEMIA Y ALGUNAS REFLEXIONES
Dº Emilio de Diego
Académico Correspondiente en Madrid +

52

sábado
20 junio
2020

días de la pandemia / 52
Dº Emilio de Diego, Académico Correspondiente en Madrid

UNA PANDEMIA Y ALGUNAS REFLEXIONES

                                  

La peste, como azote no solo del cuerpo sino también del alma, ha estado presente en la historia de la humanidad desde los primeros tiempos hasta hoy; cabría decir que es tan vieja como el mundo, provocando en cada caso parecidas reacciones. La amenaza de la muerte se viste de miedo y sale a la búsqueda de los culpables del mal, reales o inventados para la ocasión, con su cortejo de insolidaridad y egoísmo, a veces de odio; pero también, con el valor y la abnegación de muchos. Sin embargo, hay algunas notas específicas en cada circunstancia. La actual  pandemia, acaso la primera digna de tal nombre en puridad, se caracteriza por su integración en un espacio-tiempo, de rasgos especiales, un continuus que determina una historicidad diferente, pues su “cronotopo” tiende a la ruptura con el discurso historiográfico anterior. La propaganda, apoyada en una información/desinformación inabarcable, impide analizar con rigor los mensajes recibidos, o lo que es lo mismo pensar, suplantando así la realidad por el relato. Verdad y mentira, al margen de sus connotaciones morales, aparecen situadas, cada vez en mayor medida en el ámbito de la emoción y fuera de la razón. La emotividad, dominio de la ideología, desplaza a la capacidad de razonamiento.

Galdós, cuyo centenario discurre sin gran entusiasmo evocador, nos legó un cuadro acabado al respecto, a propósito de la epidemia de 1834 en Madrid. “Quien no piensa nunca, acepta con júbilo el pensamiento extraño –escribía don Benito- mayormente si es un pensamiento grande por lo terrorífico y nuevo por lo absurdo”. Si nos fijamos en la “Maricadalso” de Un mafioso más y algunos frailes menos, podríamos encontrar en ella más concomitancias de las deseables, con algunos opinadores de nuestros días sobre el COVID-19. Pasemos del ¡Cosas malas en el agua!, al envenenamiento de las fuentes, instigado por los frailes, con veneno traído de Cataluña; y caminando por el murciélago y el salmón de China o, más recientemente, por la contaminación de la vacuna de la gripe, habremos de reconocer que hemos cambiado menos de lo que creíamos. Dos factores capitales siguen vivos en la raíz de muchos comportamientos, en 1834 y ahora: la ignorancia y el efecto de los gritos, cuya eficacia movilizadora es mayor cuanto más fuertes sean. Tenemos que admitir que el discurso vacío sometido a una entropía exponencial nos aturde.

Las noticias que circulan ahora por las redes sociales y demás medios de comunicación, tienden a ser consideradas verdaderas o falsas, exclusivamente también, según su grado de conformidad con nuestros presupuestos ideológicos. Las grandes epidemias desbordan en un principio, y durante más o menos tiempo, a las sociedades afectadas y a sus instituciones. También el gobierno de Martínez de la Rosa dio la espantada ante la enfermedad, y antepuso la preocupación por salvarse a su obligación de gestionar la lucha, con todas sus fuerzas, contra aquella peste. La actuación frente a tales calamidades requiere cambios cualitativos y cuantitativos en distintos órdenes, cuya medida y naturaleza están en relación con la gravedad del mal, su extensión y las posibilidades de respuesta. Algunos de los desafíos del COVID-19 han sacado a la luz las carencias de los políticos, las limitaciones de la ciencia en múltiples campos, y la incapacidad de los seres humanos para dominar la naturaleza, al menos hasta el extremo que ya creíamos haber logrado. Pero sobre todo, nos han llevado a cuestionar los valores fundamentales de la propia Humanidad. Sería este último apartado el más trascendental a mi juicio.

Nos hemos visto de nuevo cara a cara con la muerte, con la cobardía y la ignominia como referentes de un escenario trágico. Hemos asistido en este episodio de los últimos meses a un ejercicio terrible. El protagonista del mismo ha sido un Estado que, a través de varias de sus instituciones, ha llegado a abogar por legitimar la eliminación de los “más débiles”, entendiendo que éstos eran ahora, a diferencia de otros momentos históricos, no los niños, sino los mayores. El derecho a la vida, considerado la base lógica de todos los demás, pasaba a someterse a criterios pedestres de corte utilitarista. Se nos han olvidado demasiado pronto actuaciones horrendas bajo regímenes tiránicos en las que los condenados a muerte eran otros tipos de víctimas, pero con el mismo denominador común, ser los más débiles, los “inferiores”, los disidentes, …

Según los argumentos expuestos, el valor de la vida no dependería de la vida en sí, debería ajustarse a la edad y otros parámetros. Así, un ser humano de 70 años valdría menos que uno de 40. En ese argumento cabría preguntarse y ¿uno de 20 más que el de 39? Y ¿el de 10 más que el de 20? Y ¿el de 5 más que el de 10? Algo hay cierto más allá de otras elucubraciones en contestación a tal discurso, el de 10 años es un ser inválido, incapaz de sobrevivir por sí mismo y no digamos de los de menores años aún. Tampoco han contribuido prácticamente nada a la sociedad, en el terreno material, otros muchos individuos pertenecientes a rangos cronológicos diversos. Tampoco es necesario un gran esfuerzo para defender la hipótesis de que la vida de un ser humano mayor en edad, puede ser más rica y mejor, desde el punto de vista cualitativo, que las de otros más jóvenes, y no únicamente en el plano sanitario.

Bajo el manto de la conveniencia social se vendría a encubrir la aberración, según la cual, sobre la vida del individuo deben decidir los demás, sin otro fundamento que el interés de éstos. Curiosamente en un sistema que predica la igualdad, incluso propugna el igualitarismo, se argumenta contra toda posibilidad de esta naturaleza. Desacralizamos la vida humana y sacralizamos la “democracia”. Por este camino apuntan graves amenazas para la supervivencia de hombre, para la libertad y la justicia. Estos serían algunos asuntos sobre los cuales bien merecería la pena reflexionar. Eso sí, por decencia ética e intelectual, sin refugiarnos en el supuesto de la necesidad.

Emilio de Diego